jueves, 24 de junio de 2010

Invasiones Inglesas (Parte I)

El 27 de junio de 1806 los ingleses, bajo las órdenes del mayor general Guillermo Carr Beresford, desembarcaron en las playas de Quilmes, marcharon sobre la ciudad de Buenos Aires y tomaron la plaza casi sin encontrar resistencia, ya que el virrey Rafael de Sobremonte había huido hacia Córdoba. Reproducimos a continuación un fragmento del libro Páginas argentinas ilustradas, donde José Manuel Eizaguirre relata el desembarco de los ingleses y la reconquista de Buenos Aires, a cargo de Santiago Liniers.

Fuente: Eizaguirre, José Manuel, Páginas argentinas ilustradas, Casa Editorial Maucci Hermano, 1907.

Gobernaba el virreinato el Señor Sobremonte, funcionario apegado al formalismo de las altas posiciones administrativas y sin las virtudes esenciales de un patriota. Con esas cualidades, no era garantía para la colonia ni para los pueblos del virreinato, en tiempos en que España sufría el desorden interior y los ultrajes del absolutismo napoleónico, y cuando en los pueblos americanos empezaba a sentirse el movimiento de una idea emancipadora.

Dueña Inglaterra de los mares, por sus escuadras victoriosas en Trafalgar, creyó propicia la hora no sólo para vengar las subordinaciones de Carlos IV a Napoleón, enemigo declarado de la Gran Bretaña, sino también los estímulos directos que la corona española había desarrollado en la emancipación de las colonias inglesas en la América del Norte. La hora era, en realidad, propicia.

En el año 1805, una escuadra inglesa navegó en los mares de nuestro continente y siguió viaje hacia el Cabo de Buena Esperanza, en donde conquistó las colonias holandesas. El virrey Sobremonte tuvo noticia de que esas fuerzas tentarían también la conquista del Río de la Plata; pero cuando conoció las operaciones que hacía en el Sur de África, descuidó ponerse en condiciones de defensa. Fue para él una amarga sorpresa, cuando en los días de junio de 1806, vio en el estuario una escuadra de doce buques ingleses, que no venía a saludar la insignia del vanidoso virrey.

Colocado en el duro y difícil trance, probó que su carácter no estaba a la altura de la situación. Llegó a creer que los invasores no realizarían sus propósitos con las escasas fuerzas que traían, y descuidó aun entonces, armar y disciplinar a los vecinos. Limitóse a organizar algunas partidas para que vigilaran las costas durante las noches. Desde el 17 de junio, día en que fueron vistos los buques ingleses en el estuario, hasta el 27 del mismo mes, en que desembarcaron en las playas de Quilmes y marcharon sobre la ciudad, el virrey dio órdenes y contraórdenes, se movió de un lado para otro lado, paseó las calles con grandes comitivas de ayudantes, y cuando distribuyó armas y municiones, lo hizo en una forma inconveniente y ridícula. Pedro Cerviño, en su diario, da los siguientes datos acerca de esa distribución, hecha el día 25 de junio: “A las dos de la tarde –dice- tocaba de nuevo la generala, y dada la señal de alarma corrieron todos con precipitación al cuartel; allí recibieron de mano del sargento distinguido que hacía de Brigada don Antonio del Nero, una espada, una pistola, una canana y porta-espada, entregándosele suelta una piedra y cuatro cartuchos. Inmediatamente, y sin darles lugar a la colocación del armamento expresado, los hicieron salir a tomar sus caballos en la calle, en donde el ayudante de plaza, don José Gregorio Belgrano, sin permitirles la menor demora, los hizo partir con la mayor precipitación, llevando por esta razón todo el armamento en las manos, hasta el punte de Gálvez, en donde hallaron al capitán general con algún tren volante y varios edecanes, que los hizo hacer alto. Con ese motivo procedieron los soldados a acomodar su armamento, del que ya habían perdido alguna parte de los cartuchos y piedras, faltando en todas las llaves, la zapata para colocar aquellas.”1


Dos esclavos que venían a entrar en la ciudad después de haber presenciado en la playa de Quilmes el desembarco de los ingleses, fueron llevados de una guardia a otra guardia, hasta la presencia del virrey. Después llegaron otros informantes con noticias abultadas e inexactas. Sólo aquellos dos negros, esclavos en la chacra de don Juan Antonio Santa Coloma, vieron bien y narraron sin fantasía. Según la expresión de un privado del virrey “no era cosa de broma”, y fue en virtud de esos datos que se resolvió avanzar con las fuerzas hacia el camino que traían los ingleses. Realizado este propósito y ya frente al enemigo, se revisaron las armas que consistían en “espada y pistola: de éstas, las más estaban sin piedra por el desorden y precipitación con que se les hizo su entrega, y las demás, o todas las que carecían de ese efecto, tenían el que las balas de los cuatro cartuchos por individuo, no venían, de modo alguno, al cañón de la pistola”.

Esta circunstancia, que probaba la absoluta nulidad de los jefes militares y del virrey, no amilanó a la gente dispuesta a la lucha, y antes “no hizo más que estimularla a pedir que se les permitiese la entrada, proponiéndose la derrota enemiga, con sólo la atropellada de los caballos.

El inspector Arce, que mandaba aquella malaventurada división de soldados bisoños y desarmados, se concretó a presenciar la marcha de los invasores, colocado en medio de un cuadro formado por los Blandengues y las milicias “de modo que estaba cubierto por dos filas de hombres así por vanguardia, como por retaguardia, sin el menor recelo de ser herido, pues aunque estaba a caballo, éste era un petizo semiburro”.2

Como resolvió salir de esa equívoca inacción, fue para ordenar algunas operaciones descabelladas que no llevaron perjuicio alguno a las filas invasoras. Un momento después hizo tocar retirada, y ésta se convirtió en una desordenada fuga. A la distancia se logró reunir a la mayor parte de los dispersos, y entonces el inspector Arce increpó a soldados y oficiales, declarándoles que lo “habían dejado solo”, y subiendo el tono de su voz, como si contestara a reproches de su conciencia, exclamó: “¡Si alguien cree que ordené la retirada por cobardía, desafío al más valiente para que salga en el acto a batirse de hombre a hombre conmigo!”

Mientras estas escenas ridículas se desarrollaban en el campo de los defensores, los soldados ingleses seguían tranquilamente su marcha sobre la capital, donde el Virrey ponía en orden sus cosas particulares, para huir hacia Córdoba.



1 Diario de D. Pedro A. Cerviño, del ataque de los ingleses. Véase “La Biblioteca”, tomo III, pág. 313.

2 Id. ya citado.

3 Véase: Trofeos de la Reconquista de la ciudad de Buenos Aires, en el año 1806.

4 P. Groussac, La Biblioteca, Tomo III, pág. 424.

5 J. M. Estrada –Lecc. De Hist.

6 Noticias históricas, por Ignacio Núñez, págs. 25 y 27.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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