sábado, 30 de octubre de 2010

Apología del matambre, de Estéban Echeverría

Un extranjero que ignorando absolutamente el castellano oyese por primera vez pronunciar, con el énfasis que inspira el nombre, a un gaucho que va ayuno y de camino, la palabra matambre , diría para sí muy satisfecho de haber acertado: éste será el nombre de alguna persona ilustre, o cuando menos el de algún rico hacendado. Otro que presumiese saberlo, pero no atinase con la exacta significación que unidos tienen los vocablos mata y hambre , al oírlos salir rotundos de un gaznate hambriento, creería sin duda que tan sonoro y expresivo nombre era de algún ladrón o asesino famoso. Pero nosotros, acostumbrados desde niños a verlo andar de boca en boca, a chuparlo cuando de teta, a saborearlo cuando más grandes, a desmenuzarlo y tragarlo cuando adultos, sabemos quién es, cuáles son sus nutritivas virtudes y el brillante papel que en nuestras mesas representa.

No es por cierto el matambre ni asesino ni ladrón; lejos de eso, jamás que yo sepa, a nadie ha hecho el más mínimo daño: su nombradía es grande; pero no tan ruidosa como la de aquéllos que haciendo gemir la humanidad, se extiende con el estrépito de las armas, o se propaga por medio de la prensa o de las mil bocas de la opinión. Nada de eso; son los estómagos anchos y fuertes el teatro de sus proezas; y cada diente sincero apologista de su blandura y generoso carácter. Incapaz por temperamento y genio de más ardua y grave tarea, ocioso por otra parte y aburrido, quiero ser el órgano de modestas apologías, y así como otros escriben las vidas de los varones ilustres, trasmitir si es posible a la más remota posteridad, los histórico-verídicos encomios que sin cesar hace cada quijada masticando, cada diente crujiendo, cada paladar saboreando, el jugoso e ilustrísimo matambre.
Varón es él como el que más; y si bien su fama no es de aquéllas que al oro y al poder prodiga la rastrera adulación, sino recatada y silenciosa como la que al mérito y la virtud tributa a veces la justicia; no por eso a mi entender debe dejarse arrinconada en la región epigástrica de las innumerables criaturas a quienes da gusto y robustece, puede decirse, con la sangre de sus propias venas . Además, porteño en todo, ante todo y por todo, quisiera ver conocidas y mentadas nuestras cosas allende los mares, y que no nos vengan los de extranjis echando en cara nuestro poco gusto en el arte culinario, y ensalzando a vista y paciencia nuestra los indigestos y empalagosos manjares que brinda sin cesar la gastronomía a su estragado apetito; y esta ráfaga también de espíritu nacional, me mueve a ocurrir a la comadrona intelectual, a la prensa, para que me ayude a parir si es posible sin el auxilio del forceps , este más que discurso apologético.
Griten en buena hora cuanto quieran los taciturnos ingleses, roast-beef , plum pudding ; chillen los italianos, maccaroni , y váyanse quedando tan delgados como una I o la aguja de una torre gótica. Voceen los franceses omelette souflée , omelette au sucre , omelette au diable ; digan los españoles con sorna, chorizos , olla podrida , y más podrida y rancia que su ilustración secular. Griten en buena hora todos juntos, que nosotros, apretándonos los flancos soltaremos zumbando el palabrón, matambre , y taparemos de cabo a rabo su descomedida boca.
Antonio Pérez decía: "Sólo los grandes estómagos digieren veneno", y yo digo: "Sólo los grandes estómagos digieren matambre". No es esto dar a entender que todos los porteños los tengan tales; sino que sólo el matambre alimenta y cría los estómagos robustos, que en las entendederas de Pérez eran los corazones magnánimos.
Con matambre se nutren los pechos varoniles avezados a batallar y vencer, y con matambre los vientres que los engendraron: con matambre se alimentan los que en su infancia, de un salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres entre el ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro ensangrentado escribieron: Independencia, Libertad ; y matambre comen los que a la edad de veinte y cinco años llevan todavía babador, se mueven con andaderas y gritan balbucientes: Papá... papá... Pero a juventudes tardías, largas y robustas vejeces, dice otro apotegma que puede servir de cola al de Pérez.
Siguiendo, pues, en mi propósito, entraré a averiguar quién es éste tan ponderado señor y por qué sendas viene a parar a los estómagos de los carnívoros porteños. El matambre nace pegado a ambos costillares del ganado vacuno y al cuero que le sirve de vestimenta; así es que, hembras, machos y aun capones tienen sus sendos matambres, cuyas calidades comibles varían según la edad y el sexo del animal: macho por consiguiente es todo matambre cualquiera que sea su origen, y en los costados del toro, vaca o novillo adquiere jugo y robustez. Las recónditas transformaciones nutritivas y digestivas que experimenta el matambre, hasta llegar a su pleno crecimiento y sazón, no están a mi alcance: naturaleza en esto como en todo lo demás de su jurisdicción, obra por sí, tan misteriosa y cumplidamente que sólo nos es dado tributarle silenciosas alabanzas.
Sábese sólo que la dureza del matambre de toro rechaza al más bien engastado y fornido diente, mientras que el de un joven novillo y sobre todo el de vaca, se deja mascar y comer por dientecitos de poca monta y aún por encías octogenarias. Parecer común es, que a todas las cosas humanas por más bellas que sean, se le puede aplicar pero, por la misma razón que la perspectiva de un valle o de una montaña varía según la distancia o el lugar de donde se mira y la potencia visual del que la observa. El más hermoso rostro mujeril suele tener una mancha que amortigua la eficacia de sus hechizos; la más casta resbala, la más virtuosa cojea: Adán y Eva, las dos criaturas más perfectas que vio jamás la tierra, como que fueron la primera obra en su género del artífice supremo, pecaron; Lilí por flaqueza y vanidad, el otro porque fue de carne y no de piedra a los incentivos de la hermosura. Pues de la misma mismísima enfermedad de todo lo que entra en la esfera de nuestro poder, adolece también el matambre. Debe haberlos, y los hay, buenos y malos, grandes y chicos, flacos y gordos, duros y blandos; pero queda al arbitrio de cada cual escoger al que mejor apetece a su paladar, estómago o dentadura, dejando siempre a salvo el buen nombre de la especie matambruna, pues no es de recta ley que paguen justos por pecadores, ni que por una que otra indigestión que hayan causado los gordos, uno que otro sinsabor debido a los flacos, uno que otro aflojamiento de dientes ocasionado por los duros, se lance anatema sobre todos ellos.
Cosida o asada tiene toda carne vacuna, un dejo particular o sui generis debido según los químicos a cierta materia roja poco conocida y a la cual han dado el raro nombre de osmazomo (olor de caldo). Esta substancia pues, que nosotros los profanos llamamos jugo exquisito, sabor delicado, es la misma que con delicias paladeamos cuando cae por fortuna en nuestros dientes un pedazo de tierno y gordiflaco matambre: digo gordiflaco porque considero esencial este requisito para que sea más apetitoso; y no estará de más referir una anecdotilla, cuyo recuerdo saboreo yo con tanto gusto como una tajada de matambre que chorree.
Era yo niño mimado, y una hermosa mañana de primavera, llevóme mi madre acompañada de varias amigas suyas, a un paseo de campo. Hízose el tránsito a pie, porque entonces eran tan raros los coches como hoy el metálico; y yo, como era natural, corrí, salté, brinqué con otros que iban de mi edad, hasta más no poder. Llegamos a la quinta: la mesa tendida para almorzar nos esperaba. A poco rato cubriéronla de manjares y en medio de todos ellos descollaba un hermosísimo matambre.
Repuntaron los muchachos que andaban desbandados y despacháronlos a almorzar a la pieza inmediata, mientras yo, en un rincón del comedor, haciéndome el zorrocloco, devoraba con los ojos aquel prodigioso parto vacuno. "Vete niño con los otros", me dijo mi madre, y yo agachando la cabeza sonreía y me acercaba: "Vete, te digo", repitió, y una hermosa mujer, un ángel, contestó: "No, no; déjelo usted almorzar aquí", y al lado suyo me plantó de pie en una silla. Allí estaba yo en mis glorias: el primero que destrizaron fue el matambre; dieron a cada cual su parte, y mi linda protectora, con hechicera amabilidad me preguntó: "¿Quieres, Pepito, gordo o flaco?". "Yo quiero, contesté en voz alta, gordo, flaco y pegado", y gordo, flaco y pegado repitió con gran ruido y risotadas toda la femenina concurrencia, y dióme un beso tan fuerte y cariñoso aquella preciosa criatura, que sus labios me hicireon un moretón en la mejilla y dejaron rastros indelebles en mi memoria.
Ahora bien, considerando que este discurso es ya demasiado largo y pudiera dar hartazgo de matambre a los estómagos delicados, considerando también que como tal, debe acabar con su correspondiente peroración o golpe maestro oratorio, para que con razón palmeen los indigestos lectores, ingenuamente confieso que no es poco el aprieto en que me ha puesto la maldita humorada de hacer apologías de gente que no puede favorecerme con su patrocinio. Agotado se ha mi caudal encomiástico y mi paciencia y me siento abrumado por el enorme peso que inconsiderablemente eché sobre mis débiles hombros.
Sin embargo, allá va, y obre Dios que todo lo puede, porque sería reventar de otro modo. Diré sólo en descargo mío, que como no hablo ex-cátedra, ni ex-tribuna, sino que escribo sentado en mi poltrona, saldré como pueda del paso, dejando que los retóricos apliquen a mansalva a este mi discurso su infalible fallo literario. Incubando estaba mi cerebro una hermosa peroración y ya iba a escribirla, cuando el interrogante "¿qué haces?" de un amigo que entró de repente, cortó el rebesino a mi pluma. "¿Qué haces?", repitió. Escribo una apología. "¿De quién?" Del matambre. "¿De qué matambre, hombre?" De uno que comerás si te quedas, dentro de una hora. "¿Has perdido la chaveta?" No, no, la he recobrado, y en adelante sólo escribiré de cosas tales, contestando a los impertinentes con: fue humorada, humorada, humorada. Por tal puedes tomar, lector, este largo artículo; si te place por peroración el fin; y todo ello, si te desplace, por nada.
Entre tanto te aconsejo que, si cuando lo estuvieses leyendo, alguno te preguntase: "¿qué lee usted?", le respondas como Hamlet o Polonio: words , words , words , palabras, palabras, pues son ellas la moneda común y de ley con que llenamos los bolsillos de nuestra avara inteligencia.
Juan María Gutiérrez, Obras Completas de D. Esteban Echeverría, Carlos Casavalle Editor, Buenos Aires, 1870-1874.

sábado, 16 de octubre de 2010

La gran ciudad azteca de Tenochtitlán


Cuando arribaron los conquistadores en 1519, la ciudad de Tenochtitlán tenía alrededor de 150.000 habitantes y superaba en extensión y planificación urbana a cualquier ciudad europea de la época.

Durante la segunda mitad del siglo XV, Tenochtitlán era la ciudad más poderosa de Mesoamérica y el Caribe, con una superficie que llegaba a los 14 km2. Con eje en el centro ceremonial del recinto sagrado, la urbe se fue expandiendo de forma concéntrica según cómo las diferentes clases sociales se relacionaban con ese centro religioso.
En el entorno cercano al recinto sagrado se levantaban las viviendas de los nobles; más allá, la de los administradores y artesanos y, en la periferia, una población dispersa de carácter rural.
Sin embargo, la separación entre el campo y la ciudad, entre lo rural y lo urbano, no era tan radical como lo es actualmente en las urbes industriales. Por el contrario, existía una gradual disminución de la infraestructura urbana y un progresivo incremento de las correspondientes al campo y a la actividad agraria.
Se sabe que el epicentro ceremonial agrupaba no menos de 78 edificios, de los cuales, hoy se conoce gracias a las excavaciones el Templo Mayor y algunos edificios más que subyacen bajo la Catedral.
Este recinto sagrado estaba situado en el centro de Tenochtitlán, y tenía una longitud de 350 x 300 metros. Todo el centro ceremonial estaba rodeado por un muro llamado coatepantli, que estaba decorado con figuras de serpientes y medía unos 2,5 metros de altura.
El Templo Mayor era el edificio más grande dentro del recinto sagrado, y alcanzaba los 42 metros de altura, los que se alcanzaban a través de una escalera de 114 peldaños, situada en la parte frontal del templo. En lo alto del Templo Mayor, se encontraban además dos templetes rituales para los sacrificios: uno dedicado a Tláloc y otro a Huitzilopochtli.





Pero el Templo Mayor no era el único edificio religioso dentro del recinto sagrado, que estaba recubierto por entero de arcilla, lo que le confería un aspecto rojizo en comparación al resto de la ciudad, cuyas calles eran de tierra. Dentro había escuelas de sacerdotes (diseñadas para que los hijos de los nobles aprendieran teología y astronomía) y depósitos de cráneos (un osario lleno de lanzas en cuya punta se clavaban los cráneos de los vencidos en combate inmolados en los sacrificios).

Además, en el recinto sagrado estaban el Templo de Quetzacoatl (que presentaba una pirámide cónica para que el aire circulara con mayor sonoridad al fin de rendirle tributo al dios del viento), y el Templo del Sol (en donde se encontraba de cara al cielo el famoso calendario solar, eje de la cosmogonía azteca).

La necesidad de efectuar ritos con mucha frecuencia (debido a las inclemencias del tiempo y la proliferación de los sacerdotes) hizo que se edificaran en total 25 templos piramidales. Con dicha forma geométrica (muy tradicional en Mesoamérica) emulaban a las montañas, símbolo de la ascensión a los cielos.

Los aztecas edificaron Tenochtitlán (que significa el tunal divino donde está Mexitli, otro nombre para Huitzilopochtli, el hijo del Sol y de la Luna) en el islote central del lago de Texcoco. Una red de canales y puentes unía las islas restantes, con lo que la capital en realidad quedó conformada por seis ciudades.

También se construyeron calzadas, acueductos, y chinampas, islotes artificiales hechos con vegetación del lago, lodo y raíces. Al principio los chinampas eran tierras de cultivo; más tarde, se añadieron viviendas y fueron conectadas con puentes, como Venecia.

Todo fue salvajemente saqueado y rapiñado por los conquistadores españoles dirigidos por Hernán Cortés, que asestaron el golpe final a la resistencia de Tenochtitlán la triste noche del 13 de agosto de 1521.

Fuentes: Venard, M.: Los Comienzos del Mundo Moderno, siglos XVI y XVII, El Mundo y su Historia, Argos. / Historia Universal: Aztecas, Mayas, e Incas. Bs. As., AGEA, 2005

sobrehistoria.com (Publicado por Laura)

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