lunes, 27 de agosto de 2007

Nerón, un despiadado emperador






Nerón no fue, probablemente, el peor de los emperadores romanos. Desgraciadamente, estuvo muy bien acompañado por sus predecesores y por sus seguidores al frente del Imperio Romano. Pero varias circunstancias confluyeron para hacer de él el más conocido y el más denigrado de todos ellos. Algo, sin duda, tuvo que ver el que, bajo su reinado, murieran decapitado y crucificado, respectivamente, los apóstoles Pablo y Pedro, vanguardias de aquella nueva religión que había nacido en la lejana provincia de Palestina fundada por un rabino llamado Jesús.



El fin trágico de los apóstoles y el de otros muchos cristianos y seguidores, propició la ennegrecida leyenda de Nerón que, en adelante, y en la historiografía cristiana, tendría el dudoso honor de abrir las diferentes y subsiguientes persecuciones de otros emperadores contra la nueva religión en las personas de sus seguidores y practicantes.






Nacido en Antium, era hijo de Julia Agripina y de Enobarbo (aunque también se decía que, en realidad, el verdadero padre había sido el hermano de la propia Agripina, Calígula).






Su padre, por cierto, se dice que al ver al recién nacido, había dicho en medio del delirium tremens de una de sus continuas borracheras unas palabras que resultarían proféticas: «De Agripina y de mí —profetizó— sólo puede nacer un montruo». No era de extrañar cuando el mismo progenitor había tenido relaciones incetuosas con su hermana Lépida y, a no ser porque coincidió con la ejecución de su condena la llegada del nuevo Emperador, se habría jugado su propia vida.






Huérfano de padre, sin embargo, a los dos años y desterrada su madre, el futuro Emperador vivió junto a su tía Domicia Lépida, de costumbres y honorabilidad harto discutible pero que tuvo el buen sentimiento de cuidar a aquel niño prácticamente abandonado.






Confirmando lo airado de su vida, al final encargó, a su vez, la educación de niño a dos amigos suyos, que eran, respectivamente, un bailarín y un barbero. Al regreso del destierro, su madre, Agripina, volvió a ocuparse de su hijo, aun que el niño no ganaría mucho con el cambio, ya que el barbero y el bailarín fueron sustituidos en la educación del joven por Aniceto, un individuo aún más inmoral que los anteriores y que la propia tía Lépida.



Después, Nerón fue adoptado por el emperador Claudio a los 13 años presionado por Julia Agripina, su madre, de manera que tras la muerte de Claudio, el joven Nerón le sucederá en el trono imperial. (Claudio había muerto a causa de las setas envenenadas preparadas por Locusta a indicación de la propia Agripina.) Algo más contribuyó su madre para que su hijo reinara como fue el comprar a los pretorianos a los que, previamente, había sobornado con 15.000 sestercios para que no dudaran en el momento de elegir al nuevo Emperador. Empezaba así un nuevo reinado y un nuevo Emperador en la lista del mayor imperio entonces conocido y que gobernaría sobre más de 70 millones de ciudadanos romanos. Claro que, en la sombra (o no tanto: Agripina no se escondía), quien iba a llevar las riendas de los negocios imperiales iba a ser aquella, todavía joven y hermosa mujer, que era la madre del nuevo Emperador. Sin embargo, el hijo de Enobarbo (de aenus, bronce, y barbo, barba —como su padre, Nerón tenía cabellos y barba rojizos—), y en un primer momento, el señalado para ocupar el trono imperial no deseaba de ninguna manera tal honor, pues era consciente de que le alejaría de su verdadera buena vida, que para el joven Nerón se encerraba en la práctica y conocimiento de las artes, de las que era un convencido y entusiasta aficionado ya que se consideraba a sí mismo como buen cantante, poeta, escultor, actor y hasta bailarín. Además, estaba convencido también de que ya era un experto en otras muchas actividades, como en la conducción de cuadrigas.



Todo esto, pensaba, pasaría a un segundo plano cuando accediera al trono, por lo que a no ser por las prisas de su madre, por él ese momento lo hubiera alejado lo más posible. Incluso intentó rechazar el matrimonio impuesto con la jovencísima Octavia cuando contaba apenas trece años, matrimonio que, aunque llegó a celebrarse, nunca se consumaría. Por el contrario, y de forma ostensible, Nerón hizo ver que su auténtica esposa era una mujer llamada Actea, liberta y, en sus ratos libres, meretriz muy popular en la ciudad. Por cierto, la debilidad de Nerón por esta mujer se prolongaría durante toda su vida a pesar de la oposición frontal de su madre, que no sólo detestaba los amores de su hijo con una inferior, sino que (y aquí ya entra la leyenda más o menos no era sobre Nerón) jugaba el factor celos, pues la esclava venía a interponerse en las relaciones más que materno-filiales, de Agripina y su hijo, como al parecer era de dominio público. Aconsejado por sus maestros, Burro y el filósofo cordobés Séneca (este último sería amante de su madre, Agripina, y sería ella la que lo introduciría en la corte imperial), Nerón inició su reinado a los 17 años de forma pacífica e, incluso, dulce.






Sin duda las enseñanzas del filósofo habían hecho mella en el tierno y joven Emperador, que no obstante haber intentado aquel impregnar el corazón de Nerón con buenas lecciones, realmente estaba tan apegado a lo crematístico, que su fortuna había crecido desmesuradamente al lado de la familia imperial (algunos historiadores hablan de una fortuna de 300 millones de sestercios en poder a momento de su muerte). Tan benefactor aparecía a todos el joven Emperador que se contaba el caso de que, al tener que estampar su firma en una sentencia de muerte, se resistió a hacerlo, rubricándola al fin, pero tan contrariado que exclamó: «iQuisiera el cielo que no supiera ni escribir!».



En otra ocasión, y como quisieran levantarle una estatua de oro, se negó a aceptarla, en razón de esta circunstancia: «Esperad que la merezca». Así mismo se conformó con enviar al destierro a un escritor llamado Galo Veyento porque se había confesado autor de unos terribles libelos contra los senadores y la casta sacerdotal. En un principio estuvo dominado totalmente por la presencia imponente de su madre; Nerón era un muchacho dócil y tímido que gobernaba a la sombra materna. Esta sumisión se apreciaba externamente en detalles como el de acurrucarse a los pies de Agripina, cuando estaba sentada en el trono imperial, y en el de, al acompañarla en los desplazamientos en litera por las calles de Roma, su costumbre de caminar a pie, en paralelo a la ostentosa litera de Agripina.






Era un muchacho que se apasionaba por los festejos, y en esa línea, cualquier suceso era la excusa para organizarlos. Por ejemplo, la aparición de su primera barba. Con tan importante ocasión, organizó los primeros Juegos de la Juventud, una buena idea en principio pero que, al final, será el pistoletazo de salida para convertir aquella excelente ocurrencia en el inicio de la depravación y lo más disoluto que se entronarían intramuros del palacio imperial no pasando mucho tiempo.






En sus primeros tiempos, otros detalles gratos del nuevo Emperador sorprendían a la gente. Por ejemplo, sus grandes dispendios al organizar, sin descanso, toda clase de diversiones y espectáculos para los romanos, actuando como padre bondadoso que impedía la muerte de los gladiadores que luchaban en el circo, incluidos los prisioneros de guerra y los condenados por la justicia. Como se proclamase artista universal, se empeñó en diseñar las nuevas casas de la ciudad del Tíber, intentando limitar los lujos excesivos de las mismas.






También proyectó prolongar las murallas de Roma hasta el puerto de Ostia. Pero, en un brusco viraje, sobre todo a partir de la muerte de su madre, Nerón actuará en dirección opuesta, mandando matar a sus dos maestros, Burro y Séneca, y a otros artistas y literatos (como el poeta Lucano, sobrino de Séneca), iniciando un tiempo de delirios y locuras asesinas. Bien es cierto que éstos —y a la cabeza el filósofo cordobés— se habían embarcado en una conspiración para eliminar a Nerón y sustituirle por su antiguo preceptor cordobés. Sin embargo, aparte del castigo a los conjurados, ¿a qué fue debido este cambio?



Las cosas no suelen ocurrir de forma gratuita, y puede que, en un momento determinado, el factor herencia hiciera de las suyas pues, como se sabe, Nerón pertenecía a la familia Julia-Claudia, una dinastía con representantes tan fuera de lo común en cuanto a patologías mentales como Cayo Julio César, Octavio Augusto o Tiberio. El primero había sido un obseso sexual (como denominaríamos hoy), tan volcado en los placeres genésicos que no hacía distingos entre hombres y mujeres, aunque eran éstas, desde las desconocidas hasta las esposas de los senadores, las que corrían más peligro («Encerrad a vuestras mujeres, que viene el calvo!» quedó como frase hecha que avisaba de las razzias del general asesinado por Bruto).



En cuanto a Octavio Augusto, primer Emperador romano, siempre tuvo una salud delicada, no aguantando ni el frío ni el calor, era muy bajo de estatura, cojeaba y tenía la piel manchada. Como su padre adoptivo y pariente, se le puede considerar bisexual, y como con Julio César, tampoco las mujeres podían estar muy seguras a su lado. Por fin, Tiberio reunió en tomo a sí todos los desenfrenos y nadie dudaba que estaba poseído por una peligrosa clase de esquizofrenia, cuyos síntomas, por cierto, aparecían agudizados en Calígula. En fin, de la misma familia, con parentescos más o menos cercanos, fueron Germánico, Livia Drusila o su predecesor, Claudio, un emperador considerado como imbécil. Como se ve anteriormente, de toda esa ascendencia no podía salir nada bueno, y en Nerón parecieron confluir todas las taras de sus antepasados y familiares.



En consecuencia, empezó a actuar fuera de sí, haciendo matar a Británico, hijo de Claudio, y sucesor al trono hasta que aquél vio morir, a los 12 años, a su padre bajo el veneno de Locusta. (Por cierto que, como premio a la preparación de sus venenos, el Emperador premió a Locusta con la impunidad, grandes extensiones de tierras y la autorización para que tuviera discípulos en el arte de preparación de bebestibles letales.) Fue esta misma envenenadora la que falló en una primera ocasión, con su pócima destinada a matar al joven hijo de Claudio. Pero ahora ya no había habido fallo, y aquella muerte despiadada de Británico lo fue aún más pues el joven Nerón había asistido, complacido y risueño, a la lentísima agonía de su presunto rival. Él mismo había suministrado la pócima mortal a su odiado enemigo, al que su madre ponía continuamente como ejemplo de joven bondadoso y dedicado al estudio, además de ser ajeno a cualquier ambición de poder. Pero su ensañamiento con los seres más próximos tuvo como víctimas y protagonistas a tres mujeres: la primera, Su propia progenitora, Julia Agripina. Después seguirían el camino fatal de la madre, sus dos —y sucesivas— esposas: Octavia y Popea.



Tras un primer conato de rebeldía producido por un Nerón en quien, hasta entonces, había sido la sombra de su madre a cuenta del odio de Agripina por la liberta Actea, oposición que el Emperador acabó por no digerir dado el apasionamiento para con la ex meretriz, el Emperador pasó a mayores. Y, poco a poco, fue germinando en su cerebro la idea de desembarazarse de Agripina, convirtiéndose en obsesión cuando tuvo a su lado a su segunda esposa, Popea. En un primer intento de acabar con su guardiana obsesiva, concienzudamente preparado, un fallo técnico impidió la muerte de Agripina. Se trataba del lecho materno. Allí, unos operarios habían transformado el techo del dormitorio colocando planchas de plomo que debían caer, al accionar una palanca, sobre la regia durmiente, aplastándola literalmente. Pero, ya se ha dicho, hubo un fallo y la víctima pudo escapar, herida levemente, y encerrarse en una de sus villas. El fracaso dc aquel intento de asesinato sumió al hijo en una pesadilla continua en la que no lograba ahuyentar un miedo terrorífico, pensando Nerón —y no le faltaba razón— en que, dado el carácter de su madre, podía matarlo a él en venganza por su intento fallido.



Sin embargo, transcurridos unos días, volvió a la idea de intentar de nuevo la eliminación de quien le había llevado en su vientre, pensando ahora en un barco trucado para su crimen en el que iría su madre, que previamente se había dirigido a las fiestas de Minerva cerca de Nápoles. Nuevamente, el dispositivo falló y aunque la barcaza se partió en dos, la gran nadadora que era Agripina pudo ganar la orilla del golfo de Bayas. Aún más aterrorizado que la vez anterior por este nuevo chasco, ordenó que, de inmediato, mataran definitivamente a aquella mujer que parecía reírse de él desde una aparente inmortalidad. Será un incondicional del Emperador, Aniceto, el que hunda su espada en el vientre de Agripina. El propio hijo visitó el cadáver desnudo de su madre y, según Suetonio, lo examinó y acarició durante largo rato. Después, presa de un aparente arrepentimiento, se escondió de todos.



También eliminó a sus dos esposas sucesivas, Octavia y Popea. La primera llevaba una vida oscura y alejada de la vida activa fuera de Roma. Esposa virgen, el nuevo capricho del Emperador, Popea, exigía a éste compartir el trono para lo que, obviamente, estorbaba la Emperatriz nominal. Loco por Popea, aquella espléndida pelirroja (se la consideraba una de las mujeres más hermosas de Roma), el destino de Octavia estaba cantado. Al principio, Nerón intentó divorciarse de su esposa, pero las razones que exigía la ley no estaban muy claras, por lo que el éxito era dudoso. Entonces se decidió a dar el paso definitivo, aunque eliminarla no iba a ser fácil, pues el pueblo estaba con ella, y las contadas veces que salía por las calles la gente la vitoreaba con el cariño de las masas para con las gentes aparentemente desvalidas. No obstante, Popea seguía apremiando, y Nerón acudió, de nuevo, a los servicios de su incondicional Aniceto, que repitió crimen (antes había matado a Agripina) y ejecutó a la Emperatriz, a quien obligó a abrirse las venas y desangrarse hasta morir.



La desgraciada Octavia, prácticamente virgen tras su matrimonio, había sido desterrada a la isla de Pandataria, y allí mismo sería sacrificada. Después el cadáver de Octavia fue decapitado, y su cabeza llevada por Aniceto, por orden de su señor, como un trofeo a su rival, una victoriosa Popea, que se recreó en el rostro doloroso de aquel despojo. Una vez libres de obstáculos, Nerón y Popea iniciaron la que parecía ser una etapa de bondades que no tendría fin. Los dos amantes se entregaron absolutamente a toda clase de fiestas y goces, apurando hasta la última gota el néctar de la felicidad. Sus festejos y sus orgías los empujaban a acicalarse y exhibirse como dos dioses espléndidos para lo cual, era un secreto a voces, Popea y Nerón consumían en cantidades extraordinarias toda clase de cosméticos y perfumes, continuamente gastados e inmediatamente repuestos por atentos proveedores. Sin embargo el reinado de Popea no sería muy largo, y al final, acabaría como sus predecesoras.



Tras darle a Nerón un heredero fallido llamado Augusto, y que moriría con pocos meses, de nuevo quedó encinta, lo que volvió loco de contento al Emperador, que sintió renacer en él dormidos sentimientos paterno-filiales ante el próximo alumbramiento. Pero una noche, tras regresar de uno de sus interminables banquetes a los que asistía desde el mediodía hasta la medianoche, Nerón, ebrio, propinó una patada fortísima en el ya abultado vientre de Popea, que le provocó una muerte casi inmediata. Aunque se propagaría la idea de que todo había sido la realización de un plan premeditado por el que pretendía eliminar de su vida a Popea, sin embargo muchos historiadores se inclinan a hablar de accidente fatal con un resultado inesperado y accidental de muerte, tanto del bebé aún dentro de las entrañas de la Emperatriz como la propia madre.



Pero aún faltaban nombres de segundo orden en la sangrienta lista de sus víctimas como, por ejemplo, su tía Lépida, a la que visitó en su lecho de enferma y a la que tras desearle una pronta recuperación, ordenó confidencialmente a médico que la purgase definitivamente, y robó, tras su muerte, con el cuerpo aun caliente, su testamento de forma inmediata, con lo que se apropió de todos sus bienes. También se le quitó la vida a una hija de Claudio, Antonia, porque habiendo prometido hacerla su esposa, ella le había rechazado los deseos del Emperador. Aunque en estos casos y en algún otro, el todavía humano Nerón sufriría demás de estos crímenes grandes conflictos de conciencia, muy pronto se imponía su otro yo, aquel monstruo que profetizara su padre, Enobarbo, y que acabará por justificar sus crímenes en que había que apurar las «posibilidades del poder», no explotadas lo suficiente, según él, por sus predecesores, en el sentido de ejercer su tiranía absoluta sobre el Imperio.






Haciendo realidad sus propios enunciados, mandó eliminar a Atico Vestino para juntarse con su viuda Estatilia Mesalina. Y, en fin, yendo a extremos absurdos su desprecio por la vida, mató a su hijastro Rufo Crispitio porque alguien le dijo que el niño se divertía en sus juegos llamándose «el Emperador», lo que para la mente anormal de Nerón significaba que aquel pequeño le tobaría el trono algún día. Libre ya de molestas influencias familiares, se dedicó a vivir, todavía más alocadamente, dando entrada en palacio a ejércitos de cortesanas y de histriones con los que se dedicaba a organizar grandes fiestas y nuevos juegos para el pueblo y para él mismo.






Ya hemos visto cómo se consideraba un gran artista polifacético e inspirado. Nadie ponía en duda la autenticidad del arte del Emperador, ¡y pobre del que lo desdijera!, pues podía acabar como el deslenguado Petronio, el autor de Satiricón. Aunque hay que apuntar que este poeta compaginaba sus creaciones literarias con diversas campañas y conjuras contra el Emperador, había sido un antiguo amigo de parrandas cuando ambos eran más jóvenes, lo que le hizo confiarse y acabar por despertar contra él la furia imperial.



Denunciado ante el Emperador por los celos de Tigelino, Nerón ordenó a su antiguo amigo que se suicidara. Muy digno, el desvergonzado escritor reunió en un gran banquete a sus amigos y a un grupo de meretrices. Tras la orgía que siguió al ágape y tras declamarse inspirados versos, Petronio se abrió y cerró varias veces las venas, dando tiempo a que un criado le trajera un preciado vaso que sabía muy deseado por el Emperador y que, de inmediato, hizo añicos contra el suelo. Al poco rato murió. Nerón recuperó los juegos y las diversiones para el pueblo de Roma, tras estar prohibidos en la anterior etapa de Tiberio. Se entregó totalmente a las atracciones del circo, no sólo para solaz de la gente sino para el suyo propio, sin evitar, a veces, intervenir él mismo en los diferentes cuadros. Creó una escuela de gladiadores donde se entrenaban estos luchadores que, después, luchaban en la arena con otros gladiadores o con las fieras. Se sabe que bajo el mandato de Nerón llegó a contarse con más de 2.000 individuos perfectamente entrenados y preparados. Incluso impuso, de una especie de broma, a sus senadores y nobles, a que de vez en cuando, bajaran ellos mismos a la arena y se pelearan entre sí, igualándolos de esta manera con esclavos y prisioneros, cantera de los gladiadores.



Eran una bromas sangrientas puesto que a causa de ellas perderían la vida cuatrocientos senadores y un número mayor de hombres libres. Como ya se ha indicado, la muerte de su madre enloqueció aún más al Emperador, volviéndolo desconfiado hasta el paroxismo, de tal forma que ya recelaba por igual de amigos y enemigos, mezclando a unos y a otros en una irrealidad nefasta. Entonces se descubrió la llamada conspiración de Cayo Pisón, tan minuciosamente preparada que hasta se fijó el día y el mes para llevarla a cabo: exactamente el 19 de abril del año 65. Con años de retraso, Pisón se vengaba con este proyecto en un miembro de la familia imperial, en este caso Nerón, de la humillación que Calígula le infligió el mismo día que celebraba el banquete de su boda con Livia Orestila, a la que poseyó cuanto quiso en su palacio. Pero al estar mucha gente al tanto del complot (senadores, miembros de la nobleza, soldados y hasta el preceptor de Nerón, el filósofo Séneca), la noticia de lo que se preparaba llegó a oídos del Emperador, que lo atajó inmediatamente. El lugar que habían elegido los conspiradores para el crimen (el llamado Templo del Sol, junto al circo Máximo, donde se rendía culto a Ceres, la diosa más amada por Nerón) fue ocupado por los legionarios, que abortaron así la acción. Poco después se iniciaba el juicio contra todos los detenidos, y no sólo contra ellos, sino contra todas las ramificaciones detectadas en compulsivas denuncias que se amontonaban en el Palatino.



La masacre sobre los conjurados fue tal que Tácito llegaría a decir que tras las ejecuciones, «la ciudad estaba llena de cadáveres». Tras este nuevo susto, Nerón sintió un aumento de sus terrores y en su paroxismo, de tal forma le atenazó el miedo, que mandó clausurar el puerto de Ostia y cerrar el curso del río Tíber, por si por allí llegaban los que, estaba seguro, vendrían a acabar con él. Rodeado de los únicos soldados en los que confiaba, los germanos, se encerró en el Palatino y allí se dedicó a toda clase de excesos, como quien presiente que le queda poco de vida. Así, recuperó sus antiguos placeres y se decantó también por los antiguos —extremos— excesos. Aburrido del amor más o menos habitual, se lanzaría a unas relaciones digamos equívocas, de tal manera que se le conocieron dos amantes: Esporo, un joven bellísimo a quien mandó mutilar sexualmente para así, mientras ser castrado y vestido con las mejores galas femeninas que habían pertenecido a emperatrices anteriores, poder casarse con él/ella públicamente; y Dioforo, un esclavo liberto que, en este caso, hacía de marido del Emperador, convertido, y fingiendose, a su vez, mujer. El capricho imperial llegó hasta sus últimas consecuencias, celebrándose una boda pública en la que Nerón era la esposa tímida para lo que se tocó con el velo de desposada; hubo presencia de testigos, se preparó concienzudamente el lecho del amor, y las antorchas llegaron a alumbrar los cuerpos de los esposos, llegando el Emperador a imitar los gemidos de dolor —y de placer— de cualquier joven esposa en su noche de bodas. Escribe Tácito: Púsole a Nerón la vestidura nupcial mujeril, se llamó a los augures, aderezóse el lecho conyugal, se previnieron las lucientes antorchas y se dispuso, en fin, todo lo acostumbrado en la noche de bodas». Pasado un tiempo pareció recuperar las ganas de vivir, pero ya no era Roma su ciudad y su lugar apetecido. Salió, por fin, pero lo hizo para trasladarse a Grecia, el país y la cultura de sus amores.



Era agosto del año 66 cuando se puso en marcha la gran caravana de artistas que tenían como destino Brindisi y después Corinto. Cantantes, danzantes, músicos, coristas y hasta modistos formaban parte de la corte ambulante de Nerón, que iba acompañado, además de por una nueva esposa, con la que se había casado hacía unas semanas llamada Estatilia Mesalina, por el eunuco Esporo, el confidente Tigelino y su secretario, Epafrodito. Durante un año de ausencia de Roma, Nerón pudo dar rienda suelta a sus grandes aficiones que, desde su juventud, le tentaban. Tan sólo cuando el oráculo de Delfos le advirtió de que, en una fecha determinada, podría estar en peligro y le invitaba a que se cuidara, de nuevo le asfixió el pavor y ordenó el regreso inmediato a Roma. Antes, en otra consulta al oráculo de Apolo de la misma ciudad, interpretó la profecía del mismo —«que se guardara de los 73 años»— como una garantía de que hasta esa edad no moriría. No obstante, se trajo de Grecia un nuevo espectáculo inventado por él: las Justas Neronianas, una mezcla lúdica de canto, baile, música, poesía, gimnastas, caballos y oratoria: en realidad, una especie de espectáculo total que el Emperador instituyó para que se celebrara cada lustro. Él, más espectador que partícipe, sin embargo se reservaba el canto, del que estaba convencido de ser un gran intérprete. Durante sus actuaciones llegó a reclutar a 5.000 plebeyos a los que instruía en la forma de aplaudirle (en tres intensidades), mientras prohibía terminantemente que nadie abandonara sus localidades, de tal forma que allí se produjeron partos, muertes e imprudentes imprecaciones y maldiciones contra el Emperador. Pero, en general, estas actitudes para las artes del Emperador llamaban la atención de su pueblo, pues los anteriores emperadores habían carecido de igual sensibilidad artística. Sin embargo, tal sensibilidad en otro orden de cosas brilló por su ausencia.



Por ejemplo, llegó a violar a una vestal llamada Rubria. Y es que sus prácticas religiosas eran bastante magras y el respeto por las mismas, mínimo. En otro de sus pasatiempos favoritos, se cubría con una piel de cualquier fiera con la que destrozaba los genitales de hombres y mujeres, previamente atados a postes, tras lo cual descargaba su libido con su liberto, Dióforo. Después se repetiría boda, aunque cambiando los papeles. Ahora tocaba casarse de nuevo, pero con aquel Esporo que siempre le acompañaba. Parece que su amor desaforado para con este bellísimo joven, tenía su origen en que se parecía extraordinariamente a Sabina Popea.






Cuando él mismo acabó con la vida de su segunda esposa, mandó castrar a Esporo, lo vistió con túnicas femeninas, y organizó la ceremonia matrimonial. El enlace tuvo lugar en Grecia, durante el tiempo en que el Emperador vivió en la Hélade, con grandes festejos en diversos lugares de la península helénica en honor de los novios.



En su fijación-obsesión por Esporo-Popea, Nerón obligó a su esclavo-esposa a que se sometiera a una intervención por los cirujanos que debían practicarle una incisión en el sexo que le facilitase, en caso necesario, el poder llegar a parir un heredero. Sin la insistencia de la literatura y el santoral cristianos, que estimularon la leyenda de la maldad del Emperador con los primeros seguidores de Pedro y Pablo, puede que Nerón fuese uno más de los emperadores que, se sabe de sobra, ninguno fue lo que hoy llamaríamos un santo. Pero ya no hay remedio, y a Nerón se le considera como el primer gran perseguidor de los habitantes de las catacumbas, a los que el pueblo de Roma, más que el propio Nerón, había achacado el incendio de Roma del año 64. Un incendio éste el más conocido de la Historia y puede que el más falsamente narrado, pues parece que el pretendido pirómano no sólo no quiso incendiar la urbe sino que, una vez destruida, se puso a la tarea de levantarla otra vez, pero más monumental y extraordinaria. Todo ocurrió el 18 de julio del año 64, cuando Nerón disfrutaba de su retiro veraniego de Anzio. Era ya noche cerrada cuando el Emperador fue despertado por un correo que le avisaba que Roma ardía tras el inicio de las llamas en las cercanías del circo Máximo. Muy preocupado por la extensión que, según el mensajero, había adquirido, montó en su caballo inmediatamente, y galopó los más de 40 kilómetros que le separaban de Roma hasta avistar el resplandor de la gran hoguera que devoraba la capital del Imperio, advirtiendo cómo las llamas se ensañaban especialmente sobre las miles de casuchas de madera que eran mayoría en la urbe. Sobre todo pensó en la posibilidad de que el fuego llegara a su mansión del Palatino, y consumiera sus amadas obras de arte encerradas en la residencia imperial. Pudo apreciar desde un mirador estratégico la gravedad de la catástrofe a través de los más de 500 metros de llamas que se extendían y avanzaban sobre aquella ciudad de más de un millón y cuarto de habitantes.



El grueso del incendio duró cinco días y sus noches, y destruyó 132 villas privadas y cuatro mil casas de vecinos. No se pudo probar el origen del incendio ni la realidad del ornamento de la pretendida oda (lira en mano) a la ruina de Roma por parte del Emperador. Tácito dudaba de esta acusación, y aunque Suetonio la dio por válida (según este historiador, el recital poético declamado en tan insólita ocasión tenía un título: La toma de Troya), será siglos después cuando los padres de la Iglesia achaquen al Emperador un incendio que, a su vez, Nerón había cargado en la cuenta de los entonces subversivos adoradores de Jesús. (No obstante, fue un hecho innegable el que, bajo el reinado de Nerón, se inició una persecución de la que los historiadores romanos llamarán secta maléfica, por la que murieron muchos de aquellos esclavos —a veces cristiano y esclavo eran una misma cosa— al ser utilizados como cobayas sobre los que la cómplice del Emperador, la envenenadora Locusta, probaba los nuevos venenos que preparaba continuamente bajo la supervisión, y el entusiasmo, del Emperador.) Pero volviendo al incendio de la urbe, también es cierto que, después, Nerón mandaría levantar muchas barracas para alojar a los damnificados por las llamas e, incluso, en un primer momento abrió las puertas y jardines de sus palacios para acoger a los que lo habían perdido todo.



Además, importó rápidamente provisiones y abarató por un tiempo las existencias. Su deseo último era, a partir del desastre, reconstruir totalmente la ciudad eliminando la madera en el levantamiento de las nuevas casas y apostando, por el contrario, por la piedra. Claro que empezó la reconstrucción por sus propias estancias, pues aprovechando los solares nacidos del desastre, empezó la construcción de su nuevo palacio llamado Domus Aurea, un despilfarro de columnas marmóreas, jardines lujosos, hermosas fuentes y atractivos lagos artificiales. No obstante lo dicho sobre la relativa leyenda por parte de los autores de los primeros tiempos del cristianismo, llovía sobre mojado, ya que historiadores gentiles como Tácito o Suetonio (que vivieron después y nunca llegaron a conocerle), pertenecían, o bien a otros reinados con emperadores de otras dinastías diferentes a la de los Claudios, o, en el caso de Suetonio, el chismoso historiador que se adelantó a los siglos y enfatizó lo que hoy llamaríamos lá pequeña historia de los detalles, los bulos y las Confidencias más o menos parciales pero que, sin duda, hacían mucho más amenas ¡as crónicas de este historiador que la del otro ya citado, el séreno y circunspecto ser humano, aunque fuese un enemigo.






Entonces llamó a la única mujer que, como él, vagaba por las estancias palaciegas, la envenenadora Locusta, a la que le suplicó que le preparara una fuerte tintura biliosa que guardó en una cajita dorada. La puso a buen recaudo, y, cada vez más enloquecido, pensó en huir a Egipto, donde creyó que no le encontrarían los soldados del general Galba (el sublevado y nuevo gobernante de facto había advertido que no quería ser nombrado con el título de Emperador —tan desprestigiado como estaba—, conformándose—dijo— con ser el general del pueblo romano).
Pero no había nadie a quien pueda comunicarle sus planes de huida, salvo su criado Faonte, otro espectro en palacio y el único que le propone que se esconda en su casa, en una gruta ubicada en la quinta de aquel su humilde liberto. El Emperador termina por acceder y en este último desplazamiento, le acompañarán algunos incondicionales, aunque nada más llegar al campo intentó, sin éxito, suicidarse con un puñal. Ante el fracaso del suicidio, Nerón llamó en su ayuda a su secretario y escudero, Epafrodito, para que impulsara su brazo con la fuerza capaz de producirle la muerte, orden, o súplica de su amo, que fue cumplida al instante. Antes de expirar, el Emperador aún tuvo humor para afirmar: «iQué gran artista pierde el mundo!» para, inmediatamente, concluir con esta pregunta: «¿Es ésta nuestra felicidad?». Y expiró. Una vez hubo dejado de existir, los ojos brillantes de Nerón, como saliéndosele de las órbitas, aún aterrorizaban a los que le rodeaban. El cadáver fue envuelto en un manto blanco recamado en oro, y los gastos del sepelio lo pagaron sus dos nodrizas, Egloga y Alejandria, y su humilde ex amante (puede que fuese a la única que amó), la corintia Actea. Fue la humilde y dulce griega a la que siempre respetó el Emperador la que, con el permiso de Galba, tuvo acceso al ilustre muerto. Actea desnudó el cadáver del Emperador, lo lavó de la sucia sangre que lo inundaba ylo envolvió en aquel manto blanco bordado en oro que Nerón llevaba puesto en el que sería su último encuentro con ella en vida. Trasladado el cadáver a Roma, ordenó hacerle unos discretos funerales. Después, llevó los restos hasta el monumento a Domiciano, en la colina de los Jardines, lugar elegido por Nerón para la construcción de una tumba de pórfido y mármoles.



Tras acomodarlo para la eternidad, Actea permaneció una jornada completa estática y muda ante la tumba. Al caer la noche, descendió de la colina y, sin volver la cabeza, continuó su camino hacia el valle Egeria. Sus anhelos de inmortalidad a través del tiempo, tuvieron dos ejemplos en su deseo de llamar al mes de abril Neroniano, y su idea de darle a Roma un nuevo nombre que la proyectara sobre los tiempos futuros: Nerópolis. Al morir, cumplía 32 años de edad y 14 de reinado, y si es cierto que tanto contemporáneos y futuros historiadores se ensañarían con su reinado, el pueblo romano se negó durante un tiempo a admitir su muerte, esperando inexplicablemente un retomo imposible. Fue un caso extraño que no se repitió con otros emperadores anteriores y que tampoco tendría lugar entre los que le siguieron. El pueblo no admitió su muerte, y se rumoreaba que en realidad había desembarcado en Ostia y, después, había emprendido viaje a Siria. Desde allí, decían, Nerón volvería a recuperar su trono y a gobernar el Imperio. No se crea que estos rumores se fueron diluyendo con el paso del tiempo: al contrario, todavía quince años después de su muerte manos anónimas (puede que las mismas que lo enterraron, las de su amada Actea) seguían adornando la tumba de Nerón, mientras otros recitaban ante el mausoleo imperial proclamas y versos del extinto. Incluso pasadas dos décadas, un hombre que aseguraba ser el César se pudo ver en la zona de Partos, siendo acogido por los naturales como el auténtico Nerón, y poniéndose a sus órdenes.



En fin, como en tantos casos similares, el cine hincaría sus colmillos, hambriento, en tan cinematográfico Emperador, desde una temprana película de 1906 titulada, diáfanamente, Nerón quemando Roma, pasando por otra cinta italiana de la primera década del siglo, Nerón y Agripina, y finalizando con otro film de Alessandro Blasetti de 1930 con el nombre del mismo protagonista como título Nerón. En todos ellos el papel del Emperador fue un regalo para los actores. Pero donde esto se evidenciaría extraordinariamente, hasta el punto de identificar a un actor con su personaje fue en la película norteamericana Quo Vadis (Mervyn Le Roy), con un fuera de serie en una buscada sobreactuación a cargo del actor Peter Ustinov, que desde ese momento (1951) será ya siempre «Nerón», y no el señor Ustinov.






Fuente Consultada: Los Seres Mas Crueles y Siniestros de la Historia - Portalplanetasedna.com.ar






Escribe: Guillermo Reyna Allan

viernes, 17 de agosto de 2007

San Martín y Bolívar: dos ideas distintas para América








El diario argentino La Nación publica un artículo del periodista-escritor Abel Posse novelista y miembro del Instituto Sanmartiniano de Perú que refleja una parte de la historia pocas veces contada. Las distintas formas de pensamiento y estilos de vida que tenían los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar.


Gotitas de Historia reproduce la nota para que Ud. también la disfrute.



La permanente actualidad del secreto de Guayaquil



Cuando aquel 26 de julio de 1822 San Martín llegó al palacio de Guayaquil para el diálogo decisivo con Bolívar, ya había perdido sus ilusiones sobre el destino de América latina y tenía juicio formado sobre el militarismo heroico y vacuo del Libertador. En efecto, la violencia militar puede liquidar un orden establecido, pero no crearlo.


Y éste es el punto crucial al que había llegado San Martín en su experiencia extrema de retorno a esa América de su primera infancia.

Había vivido hasta los 3 años en el paraíso subtropical de Yapeyú, sobre el Uruguay –el río de los pájaros–, y hasta los 7 en ese aldeón melancólico llamado Buenos Aires. Sus padres fueron trasladados a España y desde los 11 años su familia sería el ejército real durante 20 años de guerras, desde el norte de Africa hasta las batallas ganadas contra la invasión napoleónica.
Gozaba del mejor concepto y del rango de coronel. ¿Qué lo había decidido a enrolarse en la aventura de la independencia y volver sus armas contra su juramento? No era hombre de evocaciones ni de nostalgias. Tal vez tenía algunas imágenes de paraíso perdido: la ternura de su madre, los tucanes chocando sus picos en un rito de amor, la temida leyenda del yaguareté-í, la placidez cósmica del gran río.

España moría como imperio y tal vez San Martín ya no soportaba la decadencia y la corrupción del ocaso de Fernando VII.

San Martín había llegado a Guayaquil en el bergantín Macedonia. Bolívar le mandó a sus edecanes en traje de gran parada. A caballo recibió el homenaje de coraceros; entre centenares de banderas colombianas (Bolívar se había anexado Guayaquil en forma inconsulta), alcanzó el palacio donde el libertador lo estaba esperando.

Desde allí, ambos saludaron a la multitud. Eran dos hombres muy opuestos. Bolívar se movía con gestos rápidos y nerviosos; por momentos se erguía muy estirado, como suelen hacerlo los que tienen una estatura inferior a la media. Asumía con sublimidad de senador romano su figura de dimensión histórica.

Arando en el mar


Dominaba con generosidad y soltura toda circunstancia pública. Hablaba con energía y precisión. Se había formado en la riqueza. Conocía los clásicos y las vanguardias europeas. Se sentía ungido para una misión y estaba en el cenit de sus éxitos. Amaba los caballos, los libros, los dioses grecolatinos, la grandeza, las mujeres, las ideas liberales y republicanas de la Ilustración. Su amante incomparable era Manuela Sanz, vestida con uniforme de húsar, chaqueta roja y doble hilera de botones dorados. Cabellera negra derramada hasta enredarse en las charreteras color oro.

San Martín era circunspecto, poco sonriente. Adusto como el mismo Escorial. Llegaba a ese encuentro sin esperanza de cambiar su destino. Sentía seguramente que sería un milagro que Bolívar pudiese compartir un tema opuesto por completo a la visión del triunfo militar que lo exaltaba como estratego genial. San Martín había dejado todo preparado para regresar inmediatamente a Perú y reembarcarse hacia Chile.

Bolívar hacía de todo fasto una fiesta. Convocó a las familias distinguidas y al cabildo de Guayaquil a rendir homenaje al héroe sureño. San Martín la debe de haber pasado muy mal cuando Carmen Garaycoa, la adolescente hija de una amante del libertador, se acercó a él como una vestal griega y le colocó una corona de laureles y oro. Desconcertado, se la quitó y se la devolvió a la niña murmurando que no merecía semejante homenaje. Luego, los héroes dialogaron a solas durante el almuerzo y al día siguiente se reunieron cuatro horas que serían para siempre famosas para nuestra historia.

Desde ese día en Guayaquil faltaban ocho años para la muerte trágica de Bolívar. San Martín, como un ángel premonitor, de algún modo le adelantó la frase que el libertador pronunciaría como un triste reconocimiento al expirar: "Hemos arado en el mar".

Apenas un desierto


Los historiadores no se detuvieron en el tema menor del comando para las batallas finales y del consiguiente renunciamiento. No fue el tema: Bolívar estaba ya claramente establecido en la primacía del poder continental y San Martín se había desprestigiado ante sus oficiales al no ordenar a Arenales la destrucción del ejército español cuando abandonaba Lima rumbo a las sierras.


Esa extraña orden, nacida del espíritu e ideología de Punchauca, prolongaría la guerra tres años, hasta la batalla final de Junín y Ayacucho, ya retirado el libertador argentino. ¿Qué visión trastornaba a San Martín?

Sabía que araban en el mar. Consolidaban una independencia sin contenido. Un grupo de militares, clérigos, abogados y propietarios asumían en nombre de la democracia el gobierno de repúblicas vacías. La violencia de caudillos, señores de la guerra y explotadores era más grave que la placidez de la colonia española en ese siglo de decadencia final. No se podía hacer nada vital con esos pueblos anonadados.
El, Belgrano y muchos otros habían mitificado al Incario en el Congreso de Tucumán. América era un desierto apenas poblado por entes vaciados que miraban pasar las tropas de sus libertadores con total indiferencia, esperando que se asentase de una buena vez el polvo alimentado por los cascos.
¿Para qué querían la independencia si no podían reencontrar los dioses que les habían matado? El teocidio fue la clave del genocidio de la conquista.
Para San Martín todo era una desilusión. Esos pueblos vivirían muchas décadas de desastres. Quedaban enfrentados a la nada y a la anarquía. Como la Argentina, todos nuestros pueblos serían envilecidos en guerras civiles y en el triunfo de caudillos efímeros. Quedarían cortados del mundo de los países centrales sin alternativas culturales eficientes. Cortados del mundo de la civilización occidental, volveríamos a ser meros desiertos en los confines. Leguas vacías, alguna posta entre espinillos, jaurías de perros cimarrones y la bendición de alguna torre caleada de campanario señalando la ciudad, con su señoría ignorante y con todo el tedio de la incultura de los universos marginales.
Había que conseguir la independencia, pero organizando monarquías constitucionales con príncipes españoles y europeos para quedar vinculados vitalmente con la cultura y con el progreso del siglo.
Reunión en Punchauca

Esta convicción nacida de sus cabalgatas americanas se transformó en obsesión y fue el tema de la reunión de Punchauca, un año antes de ese encuentro en Guayaquil, cuando el 2 de junio de 1821 se reunió con el virrey de Perú, en plena guerra y antes de la caída de Lima. El general Mitre, que consideró una entelequia el plan de San Martín, destacó la reunión de Punchauca como el paso político más trascendental en la vida del Libertador. San Martín puso como base el reconocimiento de la independencia de Perú por parte de España. Se entronizaría a un príncipe español como monarca constitucional. Se nombraría un consejo de regencia hasta la llegada de aquel príncipe.
El virrey y San Martín podrían viajar para presentar el tema ante la Corte de España. Cesaría el sistema colonial y entrarían en el siglo de los ideales liberales afirmando la realidad cultural occidental. El virrey y sus generales liberales exultaron con el plan. Hubo brindis, exaltados. La penosa guerra y las matanzas concluirían en una renovación de progreso mutuo basado en la cultura común. Lo que aceptaron el virrey y sus generales fracasó en los pasillos de Madrid, donde los burócratas pensaban que podían todavía reconstruir el imperio de Felipe II. San Martín entró en Lima poco después.
El Libertador jugó su última carta ante Bolívar en Guayaquil. Pero para entonces Bolívar ya pensaba en la monocracia vitalicia. Expresó que no admitiría que vinieran Borbones, Austrias ni ninguna otra dinastía europea diferente de nuestra masa. En cuanto a España, afirmaba que no bastaba romper con España, sino que "era indispensable también romper con todas sus tradiciones de gobierno y administración, y entre ellas con la tradición monárquica".
Todo estaba dicho, y brutalmente dicho. El general San Martín le diría a su yerno Balcarce: "Bolívar me trató con grosería".
Terminada la reunión, hubo una espléndida cena con baile. El hombre de perfil de senador romano del acto de la mañana se movía feliz bailando incansablemente entre mujeres bellas y oficiales con sus entorchados.

San Martín se apartó sigilosamente y dijo a Guido: "No puedo soportar este bullicio, nos vamos ". Y se embarcó en el Macedonia, hacia Perú, para renunciar a todos sus cargos y emprender después el largo exilio, mientras la anarquía dominaba el continente.
Nadie había comprendido lo que culturalmente se consolidaría como realidad un siglo más tarde.
Por Abel Posse Para LA NACION
El autor es novelista y miembro del Instituto Sanmartiniano de Perú

Escribe: Guillermo Reyna Allan

lunes, 13 de agosto de 2007

Hernandarias: Conquistador, gobernante y hombre de Dios


Hoy, en Gotitas de Historia, recordaremos a Hernando Arias de Saavedra, quizás, el último representante del espíritu de la conquista en el Río de la Plata y su nombre debe inscribirse junto al de aquellos que lucharon y dedicaron su vida a colonizar y evangelizar estas lejanas comarcas que constituyeron uno de los confines más alejados del imperio español.


Hijo de esta tierra, había nacido en Asunción del Paraguay, cabeza de la gobernación del Río de la Plata, el 10 de septiembre de 1561. Fue su padre el capitán español Martín Suárez de Toledo y su madre doña María de Sanabria, por lo que era nieto por vía materna del adelantado don Diego de Sanabria y de doña Mencia Calderón de Sanabria, rica dama española que trajo su fortuna al Paraguay. Hernandarias fue además, medio hermano de Fernando de Trejo y Sanabria, que hacia fines del siglo XVI era obispo del Tucumán y uno de los fundadores de la Universidad de Córdoba.


Don Hernando, hombre culto, prudente y generoso, de caballerescos modales y grandes iniciativas, era sumamente versado en historia romana, que según algunos historiadores, llegó a sus manos a través de las tan comunes abreviaciones españolas de aquellos días. Educado en el convento franciscano de su ciudad natal, tuvo por maestro a Ruy Díaz de Guzmán, célebre historiador de la época, autor de “La Argentina o Historia de la Provincia del Río de la Plata” (1612). Como todo individuo de buena cuna y elevada educación de aquellos tiempos se cree que dominó el latín y que fue versado en otras materias.


Integrando las milicias de su ciudad natal, marchó muy joven a la guerra contra las tribus fronterizas que hostigaban a la población cristiana. Según cuenta la tradición, para evitar mayores derramamientos de sangre, retó al cacique enemigo a un duelo cuerpo a cuerpo y en el combate le dio muerte, sufriendo tan solo unas pocas lesiones.


Hernandarias se enroló en la expedición a la Ciudad de los Césares organizada por el gobernador Abreu (1578), participó en la fundación de Salta, formando en las milicias de don Hernando de Lerma y estuvo a cargo del ganado destinado a la segunda fundación de Buenos Aires emprendida por su futuro suegro, don Juan de Garay, a quien acompañó como cabo segundo en su expedición a las sierras de Tandil y de la Ventana. A los 20 años de edad, se casó con la hija del adelantado, doña Jerónima de Contreras y se fue a vivir a Santa Fe, donde estableció su residencia.


Años después Hernandarias combatió contra las tribus niguares del Paraguay, participó en la fundación de Concepción del Bermejo, de la que fue primer alcalde ordinario e integró la expedición que a través de las actuales selvas formoseñas, abrió un nuevo camino a la ciudad de Asunción.


Personaje destacado de la fundación de Corrientes, en 1588, reemplazó a Alonso de Vera “Cara de Perro” en el gobierno de Asunción, ejerciendo la tenencia general de las provincias el 13 de julio de 1592. Su amplia hoja de servicios se vio incrementada cuando en 1592 fue teniente de gobernador de don Hernando de Zárate y en 1597 de Juan Ramírez de Velasco.


Se hallaba en Concepción del Bermejo cuando se enteró de la trágica muerte de Ramírez de Velasco y encabezando 80 efectivos, partió desde aquella ciudad para enfrentar a los indios, a los que aniquiló tras una sangrienta batalla en la que resultó herido.Ya en Asunción, encontró a la ciudad convulsionada, debido a las discrepancias que existían en cuanto a si Ramírez de Velasco había depositado en él su confianza o no. En gesto de alta nobleza declinó el mando para someterse a los designios de la mayoría y el 4 de enero de 1598 la Asamblea lo designó gobernador “…con mucho gusto y aplauso de toda la gobernación…haciendo uso del privilegio concedido por el emperador Carlos V”.


Apaciguado el Paraguay, a poco de su reconocimiento por la Audiencia de Charcas, Hernandarias bajó a Buenos Aires, amenazada entonces por la acción de piratas, previa designación de su cuñado, el capitán Antonio de Añasco, como teniente de gobernador. Disipado aquel peligro, pasó a Santa Fe, sede de su hogar, donde recibió del Virrey del Perú la designación de gobernador interino y la visita de su medio hermano el obispo Trejo, que llegaba con la misión de ordenar sacerdotes en Paraguay. Junto a este regresó a la capital, ciudad de su nacimiento, donde fue recibido por el pueblo que le hizo entrega de las llaves, con las que abrió su puerta simbólica.


Mientras el obispo Trejo administraba el sacramento de la Confirmación a más de 3000 pobladores, Hernandarias comenzó a organizar la expedición contra los indios alzados del Paraná, quienes habían asesinado a más de una veintena de españoles, entre ellos Bartolomé de Sandoval y el general Iñigo de Velasco.


Partió al frente de un escuadrón de 200 efectivos bien armados, dividido en ocho columnas con un capitán a su frente cada una y, encabezando esas fuerzas, aniquiló por completo la rebelión. Los indios que no fueron muertos, huyeron hacia los bosques para no regresar.


De vuelta en Asunción, Hernandarias dictó ordenanzas sobre la base de las que impusieran oportunamente don Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Domingo Martínez de Irala, organizando pueblos con asientos mucho más favorables, a cargo cada uno de un protector, pagando y sosteniendo al sacerdote encargado de la enseñanza religiosa. Nueve años después, el padre Luis Bolaños recorrió las regiones civilizadas, fundando las primeras reducciones franciscanas de aquellos lares: Caazapá y Yutí.


El 20 de junio de 1596 el Rey Felipe II designó gobernador a don Diego Rodríguez Valdez y de la Banda, ello tras la definitiva renuncia de Juan Torres de Vera y Aragón. Tras una prolija y ordenada administración de los fondos públicos, Hernandarias dejó su primer gobierno, pero regresó en 1597, tras el fallecimiento de su titular, en la ciudad de Santa Fe.

El 12 de enero de 1603, fue designado por el virrey del Perú para un tercer período, para júbilo de la población, que se deshacía en elogios a su persona. La gobernación se hallaba vacante desde el 12 de agosto del año anterior.

Una de las primeras decisiones de Hernandarias fue emprender una nueva expedición en busca de la mítica Ciudad de los Césares, hecho que anunció a través de pregones en todas las ciudades de la gobernación.

Organizarla le llevó cerca de seis meses, reuniendo 130 soldados, 600 vacunos, igual número de caballos y unas setenta carretas con sus respectivos bueyes, además de 600 indios auxiliares.
La expedición partió de Buenos Aires el 1 de noviembre de 1604, internándose en el inmenso desierto pampeano, para seguir los rastros de la legendaria expedición de Francisco César, soldado de Solís, que dio origen a la leyenda.Tras recorrer 150 leguas, los españoles llegaron a las márgenes de los ríos Colorado y Negro y costeando siempre sus riberas, alcanzaron Choele Choel y el territorio donde en la actualidad se encuentra la ciudad de Gral. Roca.

Habían explorado un vasto territorio, descubierto importantes salinas y fértiles valles y confirmado la dominación de España en aquellos territorios, en lo que fue un antecedente más que notable de la conquista del desierto, todo ello, después de batir a los indios que los superaban en número de diez a uno.

De regreso en Buenos Aires, ciudad a la que este gobernador elevó de categoría e importancia, contribuyó con energía, proveyendo de carretas, bueyes y víveres, a equipar la expedición del gobernador de Chile Mosquera, que venía proveniente de España, encomendado para hacer la guerra a los araucanos. Ocurrió que Mosquera actuó con soberbia y su soldadesca incurrió en graves desmanes contra la población, motivando su reacción violenta.

De la mano de Hernandarias, Buenos Aires logró sustentarse de su propio comercio con el Brasil. Fue él quien reconstruyó el fuerte y, bajo su mando, los pobladores comenzaron a edificar el Cabildo.

Este tercer gobierno se extendió hasta el 21 de diciembre de 1609, cuando llegó un nuevo titular Diego Marín Negrón, que acabaría sus días asesinado, en pleno ejercicio de sus funciones. De nada valieron las malas intenciones de los enemigos de Hernandarias ya que el juicio de residencia arrojó, por segunda vez, una administración más que impecable, razón por la cual, se retiró a su residencia particular de Santa Fe, junto a su familia, en espera de nuevos acontecimientos.

Hernandarias fue gobernador por cuarta vez, por designación fechada el 7 de septiembre de 1614. Se hizo cargo de esas funciones en su casa de Santa Fe el 3 de mayo de 1615 e inmediatamente después se trasladó a Buenos Aires, a la que llegó el 29 de mayo de ese año. En esta nueva oportunidad, adoptó enérgicas medidas en defensa del vecindario y su comercio, razón por la cual, expulsó de la ciudad a judíos portugueses que simulando ser católicos practicantes, ejercían el contrabando en desmedro de la economía regional.


De este período dice el historiador Raúl A. Molina: “…la muerte de Martín Negrón había acentuado la política del fraude aduanero iniciada bajo su gobierno; y durante la actuación de su sustituto Mateo Leal de Ayala, se formó el famoso cuadrilátero, que mantuvo a esta ciudad en el desafuero y la violencia.“Hernandarias inició el proceso con el título ‘de los excesos y desórdenes del puerto de Buenos Aires’ a cuya trascendencia debemos atribuir todas las calamidades que ocurrieron en la ciudad desde entonces y que debían alcanzar casi un siglo de duración.


“Simón de Valdés fue desterrado a España, Vergara y Diego de Vega huyeron al Alto Perú y muchos vecinos fueron procesados; a tal punto llegó que se paralizaron las pesquisas por extinguirse las existencias de papel. Hernandarias repuso las ordenanzas de la Metrópoli, y al fin, después de comprobar la resistencia de los complicados, asistió a las luchas del vecindario entre beneméritos y confederados, origen de los dos primeros partidos de nuestra vida política, y también a los asesinatos del alguacil Guadarrama y otros en que hasta su misma vida corrió peligro. Por último, repartió las nuevas permisiones entre los vecinos y, colocado en la gobernación con el título de Juez Pesquisidor con que lo invistió la real audiencia de Charcas, se instituyó en juez implacable de los contrabandistas”.


En 1618 la corona española dividió la Provincia del Río de la Plata en dos, la gobernación del Paraguay, con Asunción como capital y el Río de la Plata con Buenos Aires como cabecera, medida de la que Hernandarias, como en su momento el arcediano Martín del Barco Centenera (1587) y fray Juan de Rivadeneira (1581) habían sido propulsores. Dijo al respecto Vicente Fidel López “Reinaba Felipe III, y previas las consultas y los acuerdos con el Consejo de Indias y Casa de Contratación, fue aprobada la indicación de Hernandarias, y promulgada en diciembre de 1617, la separación del Paraguay y el Río de la Plata en dos provincias de igual categoría”.


Hernandarias se retiró a la vida privada pero al poco tiempo, sufrió injusta persecución por parte de su sucesor, el navarro Diego de Góngora. Este valeroso capitán de Flandes, nacido en Pamplona, se dejó influenciar por la facción del partido confederado, ordenando el arresto de aquel. Como dice Molina: “El prestigio político que Hernandarias había ganado en sus cincuenta años de servicio, fue agredido por el gobernador Góngora y sus secuaces, reduciéndolo a prisión durante dos años y rematándole los bienes”.


El sevillano Juan de Vergara y el portugués Diego de Vega, contrabandistas perseguidos y expulsados por don Hernando, regresaron a la ciudad y al amparo del gobernador, se transformaron en individuos influyentes con gran poder de decisión sobre vidas y haciendas, hasta tal punto, que llegaron a convertir a los funcionarios de gobierno en simples marionetas.El propio gobernador Góngora comprendió su error y antes de morir, habiendo reunido al cabildo en su propia casa, declaró culpables a aquellos y designó gobernador interino al capitán Diego de Páez y Clavijo. El juicio de residencia lo encontró culpable por haber perseguido injustamente a Hernandarias y cuando un nuevo Juez Pesquisador hizo su entrada en Buenos Aires a finales de 1623, aquel, don Hernando Arias de Saavedra, cabalgaba a su lado, para beneplácito de todo el vecindario.


En 1628 estallaron violencias en Buenos Aires entre confederados y beneméritos y a Hernandarias acudió el nuevo gobernador, don Diego Martínez del Prado para que intervenga e hiciera valer su influencia. El noble asunceno, cuya “venerable ancianidad transcurría plácida en la ciudad de Santa Fe” respondió de inmediato y terminó designado comisionado por la Audiencia. El 1 de mayo volvió a entrar en Buenos Aires restableciendo la calma.


De regreso en Santa Fe, vivió allí los últimos seis años de su vida, respetado y admirado por todos los habitantes de la gobernación, siendo la suya, palabra autorizada y requerida en cuanta iniciativa se emprendía por entonces. Falleció en 1634, a los 72 años de edad. De su matrimonio con doña Jerónima de Contreras, había tenido tres hijas: Gerónima, Isabel y María.Sus restos fueron enterrados en el Convento de San Francisco, de la antigua ciudad de Santa Fe, junto al altar mayor y allí yacen hoy, junto a los de su esposa y otros vecinos de la antigua población, a la vista del público, en las ruinas de Cayastá, uno de los puntos de interés histórico más atractivos de aquella provincia.

Hernandarias fue el prototipo del guerrero español en estas latitudes, audaz, valeroso y temerario. Fue quizás uno de los últimos modelos de la conquista. Como gobernante llevó a cabo una obra magna, impartiendo justicia, administrando con prudencia, manejando los caudales públicos con rectitud, limpiando de vagos y delincuentes la provincia y persiguiendo al contrabando con dureza.


Bajo su administración se establecieron las misiones jesuíticas en el Paraguay y Misiones, se edificaron iglesias y se repararon templos, se abrieron caminos y se pusieron en práctica leyes justas que a todos beneficiaron. Fue ejemplo de caballero cristiano y sinónimo de nobleza hispana.


Fuente: Reconquista y Defensa.org.ar


Escribe: Guillermo Reyna Allan




jueves, 2 de agosto de 2007

Matar a Güemes: misión cumplida


En Gotitas de Historia recordamos hoy la muerte de uno de los más bravos patriotas. Martín MIguel de Güemes. Como fue atrapado y herido de muerte el caudillo norteño.


El general español Olañeta dispone que su lugarteniente, el “Barbarucho”, que acampaba en Yavi con 400 hombres, marche hacia el sur en maniobra oculta y sigilosa, con el propósito de alcanzar en el menor tiempo posible la ciudad de Salta, sorprender a los patriotas y cumplir con el 0bjetivo principal: asesinar a Martín Güemes, verdadera pesadilla goda.


Entre las medidas que adopta para encubrir esta operación, Olañeta levanta su propio campamento de Mojos sin dejar ninguna tropa, fingiendo retirarse en forma ostensible hacia Oruro, pero con la idea de retornar velozmente, en cuanto esta marcha hubiese engañado a los patriotas, para apoyar la "operación comando" del coronel Valdez, el “Barbarucho”.

Todo se ejecuta según lo previsto y en su marcha hacia el sur, Valdez, en lugar de avanzar por la Quebrada, lo hace sin ser advertido por "el Despoblado" (actual ruta nacional N° 40, que parte de la localidad de Abra Pampa, sigue por San Antonio de los Cobres para alcanzar el valle de Lerma al oeste de Salta), que como su nombre lo indica es desolado y deshabitado, también áspero y lleno de dificultades por la falta de agua y víveres.

El “Barbarucho” era un español que, como Olañeta, de comerciante que había sido en el tráfico de mulas y mercaderías con el Perú, había pasado a ser un bravo oficial en el Ejército del Rey, para sostener la autoridad española contra la Revolución.

Según era fama, se había hecho experto en contrabando, practicándolo ventajosamente por los senderos extraviados de las serranías que corren por el poniente de las ciudades de Salta y Jujuy. Este ejercicio lo había convertido en un baqueano experto, ladino y audaz, condiciones venidas a pelo para llevar a buen puerto la riesgosa y, desde todo punto de vista, trascendental "operación comando" que se le había confiado.

“Tan brusco era, tan fogoso y tan bárbaro, que muchas veces, después de cometidas sus torpezas, se arrepentía de ellas; y se lo oía exclamar entonces, con la misma dura franqueza que correspondía a sus ímpetus mal educados: '¡Qué barbarucho soy!', quedándole así para siempre como apodo esta calificación apropiadísima, que él mismo se la daba” .


Valdéz, ayudado por indios baqueanos y algunos salteños enemistados con el jefe gaucho, cruza la altoplanicie de “el Despoblado” y se embosca, el 7 de junio de 1821, en la serranía de los Yacones (20 km al NO aproximadamente de Salta) con unos 400 hombres de infantería. Luego, al oscurecer, desciende sin ser advertido al valle pare alcanzar a la medianoche el campo de la Cruz, sin tropezar con guardias ya que ese flanco es considerado inaccesible.

Allí divide sus fuerzas en partidas a cargo de buenos conocedores de la ciudad y ordena que las mismas se dirijan a rodear la manzana de la casa de Güemes, lo que se realiza sin mayores tropiezos.

Uno de los colaboradores del jefe patriota, que ha estado reunido en su casa y atraviesa la plaza, se topa con una de las patrullas del “Barbarucho", y es muerto de un disparo. Güemes escucha la detonación y sale solo a la oscuridad cerrada de la noche, convencido de que se trata de algún disturbio aislado, provocado por la anarquía del campo patriota, sin imaginar que los realistas se habían desplegado ya por toda la ciudad.


Al darse cuenta de lo que realmente sucedía, se lamenta de haberse aventurado sin escolta y pretende huir a la carrera por una Calle lateral, pero cae en una encerrona y es herido.
Batiéndose con su proverbial bravura logra subir a un caballo y se dirige al río Arias, donde es transportado en camilla hasta la hacienda de la Cruz, para desde allí continuar su fuga hasta El Chamical, donde fallece, pese a los cuidados de su médico, el 17 de junio de 1821.

Valdez, el “Barbarucho”, el 8 de junio, con su habitual audacia y temeridad, luego del exitoso atentado contra Güemes, había resuelto ocupar la ciudad ante el desconcierto y la sorpresa de los desprevenidos patriotas. Son apresados los principales jefes, unos 35 oficiales, así como armas y pertrechos. Algunos serán pasados por las armas y otros canjeados más tarde por prisioneros españoles capturados por Gorriti, en Yala.

Extraido del Libro: El Grito Sagrado del historiador Mario "Pacho" O' Donnell


Escribe: Guillermo Reyna Allan