viernes, 17 de agosto de 2007

San Martín y Bolívar: dos ideas distintas para América








El diario argentino La Nación publica un artículo del periodista-escritor Abel Posse novelista y miembro del Instituto Sanmartiniano de Perú que refleja una parte de la historia pocas veces contada. Las distintas formas de pensamiento y estilos de vida que tenían los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar.


Gotitas de Historia reproduce la nota para que Ud. también la disfrute.



La permanente actualidad del secreto de Guayaquil



Cuando aquel 26 de julio de 1822 San Martín llegó al palacio de Guayaquil para el diálogo decisivo con Bolívar, ya había perdido sus ilusiones sobre el destino de América latina y tenía juicio formado sobre el militarismo heroico y vacuo del Libertador. En efecto, la violencia militar puede liquidar un orden establecido, pero no crearlo.


Y éste es el punto crucial al que había llegado San Martín en su experiencia extrema de retorno a esa América de su primera infancia.

Había vivido hasta los 3 años en el paraíso subtropical de Yapeyú, sobre el Uruguay –el río de los pájaros–, y hasta los 7 en ese aldeón melancólico llamado Buenos Aires. Sus padres fueron trasladados a España y desde los 11 años su familia sería el ejército real durante 20 años de guerras, desde el norte de Africa hasta las batallas ganadas contra la invasión napoleónica.
Gozaba del mejor concepto y del rango de coronel. ¿Qué lo había decidido a enrolarse en la aventura de la independencia y volver sus armas contra su juramento? No era hombre de evocaciones ni de nostalgias. Tal vez tenía algunas imágenes de paraíso perdido: la ternura de su madre, los tucanes chocando sus picos en un rito de amor, la temida leyenda del yaguareté-í, la placidez cósmica del gran río.

España moría como imperio y tal vez San Martín ya no soportaba la decadencia y la corrupción del ocaso de Fernando VII.

San Martín había llegado a Guayaquil en el bergantín Macedonia. Bolívar le mandó a sus edecanes en traje de gran parada. A caballo recibió el homenaje de coraceros; entre centenares de banderas colombianas (Bolívar se había anexado Guayaquil en forma inconsulta), alcanzó el palacio donde el libertador lo estaba esperando.

Desde allí, ambos saludaron a la multitud. Eran dos hombres muy opuestos. Bolívar se movía con gestos rápidos y nerviosos; por momentos se erguía muy estirado, como suelen hacerlo los que tienen una estatura inferior a la media. Asumía con sublimidad de senador romano su figura de dimensión histórica.

Arando en el mar


Dominaba con generosidad y soltura toda circunstancia pública. Hablaba con energía y precisión. Se había formado en la riqueza. Conocía los clásicos y las vanguardias europeas. Se sentía ungido para una misión y estaba en el cenit de sus éxitos. Amaba los caballos, los libros, los dioses grecolatinos, la grandeza, las mujeres, las ideas liberales y republicanas de la Ilustración. Su amante incomparable era Manuela Sanz, vestida con uniforme de húsar, chaqueta roja y doble hilera de botones dorados. Cabellera negra derramada hasta enredarse en las charreteras color oro.

San Martín era circunspecto, poco sonriente. Adusto como el mismo Escorial. Llegaba a ese encuentro sin esperanza de cambiar su destino. Sentía seguramente que sería un milagro que Bolívar pudiese compartir un tema opuesto por completo a la visión del triunfo militar que lo exaltaba como estratego genial. San Martín había dejado todo preparado para regresar inmediatamente a Perú y reembarcarse hacia Chile.

Bolívar hacía de todo fasto una fiesta. Convocó a las familias distinguidas y al cabildo de Guayaquil a rendir homenaje al héroe sureño. San Martín la debe de haber pasado muy mal cuando Carmen Garaycoa, la adolescente hija de una amante del libertador, se acercó a él como una vestal griega y le colocó una corona de laureles y oro. Desconcertado, se la quitó y se la devolvió a la niña murmurando que no merecía semejante homenaje. Luego, los héroes dialogaron a solas durante el almuerzo y al día siguiente se reunieron cuatro horas que serían para siempre famosas para nuestra historia.

Desde ese día en Guayaquil faltaban ocho años para la muerte trágica de Bolívar. San Martín, como un ángel premonitor, de algún modo le adelantó la frase que el libertador pronunciaría como un triste reconocimiento al expirar: "Hemos arado en el mar".

Apenas un desierto


Los historiadores no se detuvieron en el tema menor del comando para las batallas finales y del consiguiente renunciamiento. No fue el tema: Bolívar estaba ya claramente establecido en la primacía del poder continental y San Martín se había desprestigiado ante sus oficiales al no ordenar a Arenales la destrucción del ejército español cuando abandonaba Lima rumbo a las sierras.


Esa extraña orden, nacida del espíritu e ideología de Punchauca, prolongaría la guerra tres años, hasta la batalla final de Junín y Ayacucho, ya retirado el libertador argentino. ¿Qué visión trastornaba a San Martín?

Sabía que araban en el mar. Consolidaban una independencia sin contenido. Un grupo de militares, clérigos, abogados y propietarios asumían en nombre de la democracia el gobierno de repúblicas vacías. La violencia de caudillos, señores de la guerra y explotadores era más grave que la placidez de la colonia española en ese siglo de decadencia final. No se podía hacer nada vital con esos pueblos anonadados.
El, Belgrano y muchos otros habían mitificado al Incario en el Congreso de Tucumán. América era un desierto apenas poblado por entes vaciados que miraban pasar las tropas de sus libertadores con total indiferencia, esperando que se asentase de una buena vez el polvo alimentado por los cascos.
¿Para qué querían la independencia si no podían reencontrar los dioses que les habían matado? El teocidio fue la clave del genocidio de la conquista.
Para San Martín todo era una desilusión. Esos pueblos vivirían muchas décadas de desastres. Quedaban enfrentados a la nada y a la anarquía. Como la Argentina, todos nuestros pueblos serían envilecidos en guerras civiles y en el triunfo de caudillos efímeros. Quedarían cortados del mundo de los países centrales sin alternativas culturales eficientes. Cortados del mundo de la civilización occidental, volveríamos a ser meros desiertos en los confines. Leguas vacías, alguna posta entre espinillos, jaurías de perros cimarrones y la bendición de alguna torre caleada de campanario señalando la ciudad, con su señoría ignorante y con todo el tedio de la incultura de los universos marginales.
Había que conseguir la independencia, pero organizando monarquías constitucionales con príncipes españoles y europeos para quedar vinculados vitalmente con la cultura y con el progreso del siglo.
Reunión en Punchauca

Esta convicción nacida de sus cabalgatas americanas se transformó en obsesión y fue el tema de la reunión de Punchauca, un año antes de ese encuentro en Guayaquil, cuando el 2 de junio de 1821 se reunió con el virrey de Perú, en plena guerra y antes de la caída de Lima. El general Mitre, que consideró una entelequia el plan de San Martín, destacó la reunión de Punchauca como el paso político más trascendental en la vida del Libertador. San Martín puso como base el reconocimiento de la independencia de Perú por parte de España. Se entronizaría a un príncipe español como monarca constitucional. Se nombraría un consejo de regencia hasta la llegada de aquel príncipe.
El virrey y San Martín podrían viajar para presentar el tema ante la Corte de España. Cesaría el sistema colonial y entrarían en el siglo de los ideales liberales afirmando la realidad cultural occidental. El virrey y sus generales liberales exultaron con el plan. Hubo brindis, exaltados. La penosa guerra y las matanzas concluirían en una renovación de progreso mutuo basado en la cultura común. Lo que aceptaron el virrey y sus generales fracasó en los pasillos de Madrid, donde los burócratas pensaban que podían todavía reconstruir el imperio de Felipe II. San Martín entró en Lima poco después.
El Libertador jugó su última carta ante Bolívar en Guayaquil. Pero para entonces Bolívar ya pensaba en la monocracia vitalicia. Expresó que no admitiría que vinieran Borbones, Austrias ni ninguna otra dinastía europea diferente de nuestra masa. En cuanto a España, afirmaba que no bastaba romper con España, sino que "era indispensable también romper con todas sus tradiciones de gobierno y administración, y entre ellas con la tradición monárquica".
Todo estaba dicho, y brutalmente dicho. El general San Martín le diría a su yerno Balcarce: "Bolívar me trató con grosería".
Terminada la reunión, hubo una espléndida cena con baile. El hombre de perfil de senador romano del acto de la mañana se movía feliz bailando incansablemente entre mujeres bellas y oficiales con sus entorchados.

San Martín se apartó sigilosamente y dijo a Guido: "No puedo soportar este bullicio, nos vamos ". Y se embarcó en el Macedonia, hacia Perú, para renunciar a todos sus cargos y emprender después el largo exilio, mientras la anarquía dominaba el continente.
Nadie había comprendido lo que culturalmente se consolidaría como realidad un siglo más tarde.
Por Abel Posse Para LA NACION
El autor es novelista y miembro del Instituto Sanmartiniano de Perú

Escribe: Guillermo Reyna Allan

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